eucaristía

eucaristía

Los demás sacramentos, así como todos los ministerios eclesiásticos y las obras de apostolado, están vinculados con la Eucaristía y a ella se ordenan. (CIC 1324)

La vida litúrgica de la Iglesia gira en torno a los sacramentos, con la Eucaristía en el centro (Directorio Nacional para la Catequesis, #35). En la Misa, somos alimentados por la Palabra y nutridos por el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Creemos que Jesús Resucitado está verdadera y sustancialmente presente en la Eucaristía. La Eucaristía no es un signo o símbolo de Jesús; más bien, recibimos a Jesús mismo en y a través de las especies eucarísticas. El sacerdote, por el poder de su ordenación y la acción del Espíritu Santo, transforma el pan y el vino en el Cuerpo y la Sangre de Jesús. Esto se llama transubstanciación.
Por la consagración se realiza la transubstanciación del pan y del vino en el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Bajo las especies consagradas del pan y del vino está presente de manera verdadera, real y sustancial el mismo Cristo, vivo y glorioso: su Cuerpo y su Sangre, con su alma y su divinidad. (CIC 1413)

El nuevo pacto

Yo soy el pan vivo bajado del cielo; el que come de este pan vivirá eternamente;… El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y… permanece en mí y yo en él. (Juan 6:51, 54, 56)
En los evangelios leemos que la Eucaristía fue instituida en la Última Cena. Éste es el cumplimiento de las alianzas en las Escrituras hebreas. En las narraciones de la Última Cena, Jesús tomó, partió y dio pan y vino a sus discípulos. En la bendición de la copa de vino, Jesús la llama “la sangre de la alianza” (Mateo y Marcos) y la “nueva alianza en mi sangre” (Lucas). Esto nos recuerda el ritual de sangre con el que se ratificó la alianza en el Sinaí (Éxodo 24): la sangre rociada de los animales sacrificados unió a Dios e Israel en una sola relación, por lo que ahora la sangre derramada de Jesús en la cruz es el vínculo de unión entre los socios de la nueva alianza: Dios Padre, Jesús y la Iglesia cristiana. A través del sacrificio de Jesús, todos los bautizados están en relación con Dios. El Catecismo enseña que todos los católicos que han recibido su Primera Comunión son bienvenidos a recibir la Eucaristía en la Misa a menos que estén en estado de pecado mortal.
Quien desee recibir a Cristo en la comunión eucarística debe estar en estado de gracia. Quien tenga conciencia de haber pecado mortalmente no debe comulgar sin haber recibido la absolución en el sacramento de la penitencia. (CIC 1415) La Iglesia recomienda vivamente a los fieles que reciban la sagrada Comunión cuando participan en la celebración de la Eucaristía; les obliga a hacerlo al menos una vez al año. (CIC 1417)
Recibir la Eucaristía nos cambia. Significa y efectúa la unidad de la comunidad y sirve para fortalecer el Cuerpo de Cristo.

Entendiendo la Misa

El acto central de adoración en la Iglesia Católica es la Misa. Es en la liturgia donde la muerte y resurrección salvadora de Jesús de una vez por todas se hace presente nuevamente en toda su plenitud y promesa, y tenemos el privilegio de compartir Su Cuerpo y Su Sangre, cumpliendo su mandato al proclamar su muerte y resurrección hasta que Él venga nuevamente. Es en la liturgia donde nuestras oraciones comunitarias nos unen en el Cuerpo de Cristo. Es en la liturgia donde vivimos más plenamente nuestra fe cristiana. La celebración litúrgica se divide en dos partes: la Liturgia de la Palabra y la Liturgia de la Eucaristía. Primero escuchamos la Palabra de Dios proclamada en las Escrituras y respondemos cantando la propia Palabra de Dios en el Salmo. Luego esa Palabra se pronuncia en la homilía. Respondemos profesando nuestra fe públicamente. Nuestras oraciones comunitarias se ofrecen por todos los vivos y los muertos en el Credo. Junto con el que preside, ofrecemos a nuestra manera los dones del pan y del vino y recibimos una parte del Cuerpo y de la Sangre del Señor, partido y derramado por nosotros. Recibimos la Eucaristía, la presencia real y verdadera de Cristo, y renovamos nuestro compromiso con Jesús. Finalmente, ¡somos enviados a proclamar la Buena Nueva!
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